Y es que
hasta entonces, los discípulos no habían entendido la Escritura, según la cual
Jesús tenía que resucitar de entre los muertos.
Lo que celebra la Santa Iglesia en los días
de la Pasión es un rito arcano y solemne. Como si la sorprendiera una sagrada
tristeza, cubre con un velo oscuro las santas Imágenes; y con el nombre de
Domingo de “Pasión” invita a las almas a llorar desde aquel momento sobre la
Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo. A esta semana de Pasión, sucede
bien pronto la otra, que la Iglesia llama “santa o mayor”, en la que sus ritos
se hacen más apenados, sus cánticos más lúgubres, las vestiduras más luctuosas.
Entonces no hay quien no participe a tanto sagrado duelo.
Pero he aquí que en el tercer día de
tan graves conmemoraciones, otra bien diferente se impone: es la Pascua, ¡el
gran día de la Resurrección! ¡Ay qué júbilo en aquel día! ¡Qué fiesta en
toda la Iglesia militante! ¡Hermanos!
Si yo desde la Iglesia militante elevo una mirada hacia la Iglesia triunfante, Yo
aquí no veo más este alternarse de lloros y alegrías, de Pasión y de Pascua:
mas allá la Pascua es perpetua, es inmutable: allá el gozo es pleno y eterno.
Si “Jesús” quiere decir “Salvador”,
nuestra “salvación” se cumple justamente con la Resurrección. Entonces vemos a
Jesús no más sujeto a la Pasión, sino impasible y glorioso, lo vemos en el
Reino de la Gloria, vivo, inmortal, sentado a la derecha del Eterno Padre. ¿Qué
significa? Significa que glorificó la Divina Majestad con padecimientos y
humillaciones, y por esto el Padre le dio un Nombre sobre todo Nombre.
Diciendo: “Jesús” lo vemos glorioso entre los Ángeles y Santos.
Vol. 12, archivo 1934 + Vol.
13, archivo 1996