Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó a un lugar apartado, a lo alto de una montaña (Mt 17, 1).
No hay que un inconveniente hablando del Paraíso: el lenguaje humano en quien habla, y la humana comprensión en quien escucha. El lenguaje humano es potente en todo: de todo da una idea: de la muerte, del Infierno, etc. Aquí, en cambio, la elocuencia más robusta, la palabra más viva, acaba por perderse. Y la razón es que el hombre habla por imágenes: y el Paraíso es cosa que no deja imágenes en la mente porque es superior a ella.
Contamos las felicidades más grandes: describimos las alegrías más excelsas: yo pondré todo el énfasis, vosotros multiplicad en vuestro espíritu todas las impresiones, y por último cuando me parecerá de haber dicho muchas cosas, y a vosotros de haberos formado un alto concepto concluiremos que nos hemos formado una idea no del Paraíso, sino de la sombra del Paraíso.
Pedro vio un relámpago de ello en la Transfiguración: Jesús se transfiguró delante de ellos: su rostro se volvió resplandeciente como el sol y sus vestidos, blancos como la luz. Entonces dijo: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, hago tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Y a Juan en el Apocalipsis así le apareció: Y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo enviada por Dios, resplandeciente de su gloria, adornada como una novia arreglada por su esposo (cf. Ap 21, 10).
Y así se expresa San Pablo: Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni al hombre se le ocurrió pensar que Dios podía tenerlo preparado para los que lo aman (cf. 1Cor 2, 9).
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