Una mujer samaritana se
acercó al pozo para sacar agua. Jesús le dijo: “Dame de beber”
¿Cuál es
aquella agua viva que sacia toda sed, que recrea todo espíritu, que apaga todo
deseo? ¿Cuál es aquella fuente milagrosa de la que brota este límpido manantial
que quita la sed de la eternidad? Allí está: la Eucaristía en el Altar, la
fuente perenne del agua de la Gracia. Aquí se apaga la sed de la humana
codicia, aquí se apaga el ardor de la concupiscencia, aquí se sacian los
ardientes deseos de las almas que aman. Este es el lavado que monda y purifica,
esta es la lluvia benéfica que penetra en las entrañas de la tierra, o sea en
medio de la aridez del espíritu, y que produce frutos de vida eterna; este es
el río que siempre fluye y nunca se seca, este es el mar de toda delicia, el
piélago de todo amor, el océano de toda felicidad.
Jesús
sentado al lado de esta fuente misteriosa espera a todas las almas para
dirigirles los acentos amorosos de su caridad. Él nos invita a esta mística fuente;
mirad las suaves industrias de nuestro querido Jesús; él se muestra sediento de
nuestras almas, y, día y noche, cerrado en aquella Hostia sagrada, parece que
le repita a nuestro espíritu, igual que aquel día a la samaritana: Hija, dame de beber. Oh alma redimida
por mi Sangre preciosa, tengo sed de ti, tengo sed de tus deseos, de tus
pensamientos, de tus afectos, de tu misma voluntad.
Repitámosle, pues, con la
Samaritana: Señor, dame esa agua, para
que nunca más tengamos sed de las cosas mundanas.
Vol. 16 cap. 34 Archivo 5192
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